Nueva Jersey, 1947
«Toda vida es inexplicable —escribe Paul Auster—. Por muchos hechos que se cuenten, por muchos datos que se muestren, lo esencial se resiste a ser contado.» Y, sin embargo, su condición de narrador quizá pueda explicarse a partir de La invención de la soledad (1982). El padre de Auster había muerto y atrás quedaban sus traducciones del francés, sus poemas como «puños cerrados», sus obras entre bambalinas como «negro» literario y sus estudios de literatura francesa, italiana e inglesa en la Universidad de Columbia. De su quehacer lírico había nacido una prosa elegante y depurada. La trilogía de Nueva York (1987) fue su obra consagratoria. En ella, el azar lleva a los protagonistas a asumir distintas identidades dentro de una compleja arquitectura narrativa de espejismos metaficcionales, una pesadilla urbana teñida de enfermedad, locura y fracaso. El Palacio de la Luna (1989) y Leviatán (1992), ganadora del Premio Médicis, son otras de sus obras más destacadas. En 2006 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras como reconocimiento a la renovación literaria que supuso la unión de las tradiciones norteamericana y europea. Para Auster, las palabras del célebre dramaturgo Peter Brook bien podrían definir la aspiración final de su obra: que posea a un tiempo «la intimidad de lo cotidiano y la distancia del mito, porque sin cercanía no es posible el sentimiento y sin distancia es imposible el asombro».
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