Robert Louis Stevenson
Ralph Steadman (Ilustraciones)
—Trelawney —dijo el doctor—, iré con usted, y le aseguro que también irá Jim, y tenga la absoluta convicción de que nos será de mucha ayuda. Solo hay una persona a quien temo.
—¿Y quién es? —gritó el squire—. ¿Cómo se llama ese canalla?
—Usted —replicó el doctor—, porque no puede sujetar la lengua. No somos los únicos que sabemos de este documento».
Acentúan la sensación premonitoria los golpecitos del bastón de Pew el Ciego en la neblina arremolinada de un solitario páramo a la orilla del canal de Bristol. La amenaza de un peligro
inminente se torna claustrofóbica, se pega como un sudario húmedo. La amenaza de un marinero con una pata de palo y la siniestra visita de Perro Negro con la mano mutilada se acercan.
Solo Jim Hawkins puede que sea inocente, pero incluso él se esfuerza demasiado en mantenerse imparcial y por encima de la lucha que desgarra a cada uno de los personajes de la historia, incluido él mismo. A todos, incluso a los respetados doctor Livesey y squire Trelawney les ciega una desmedida sed de oro.
No hay dechados de virtudes en esta novela. No hay lugar para la respetabilidad en un chirriante barco de madera tripulado por aventureros decididos a enriquecerse de golpe con un tesoro bañado en sangre, lo que los sitúa al mismo nivel que la chusma infame que lo guardó en una isla dejada de la mano de Dios. De hecho, los piratas que lo escondieron nos parecen más dignos de respeto que el que esta pandilla pudiera suscitar en una docena de relatos.
No he buscado, pues, la honorabilidad en los rostros de los personajes: son tan malos o tan buenos como cualquiera que se encuentre atrapado en la alocada rebatiña del dinero mal ganado, y esto hace tanto mejor el relato de Robert Louis Stevenson y su forma de contarlo… La caza de tesoros es un negocio desesperado. Ralph Steadman, Prólogo, 1985.
«Leer La Isla del Tesoro es una de las formas de la felicidad».
Jorge Luis Borges
ISBN: 978-84-9241-293-8
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